Las cuentas pendientes ~ Gastón Segura
A
puro huevo, aislado de lo constitucional (o protegido por ello), ante quienes
hacen cumplir la ley (a su manera), declara en la habitación de un hotel ante
el testigo mudo de la grabadora, evidencia legal que alguien entregará a un
juez. Su vida pende de un hilo; sabe que le han investigado, pero no desde cuándo
(ni hasta qué punto), por lo que ha de relatar una historia creíble; tan contundente
como el agua, el café, el tabaco y el whisky que a demanda le suministran los
dos guardias civiles que le custodian. La estancia se agranda y encoge al ritmo
con que sus pupilas juntan recuerdos, desestabilizados con las puntuales e
intencionadas interrupciones de los guripas.
La
burbuja inmobiliaria ha estallado dejando en la costa mediterránea proyectos poco
rentables entre los que destacan un club náutico, un parque temático y un
aeropuerto donde no aterriza nadie. Los políticos «agachan las orejas» pero los
rusos están muy enfadados; han gastado mucho dinero en sobornos para blanquear el
producto de sus crímenes al amparo de la cobertura legal de las cajas de
ahorros (instituciones con una función social), y no han recogido su beneficio.
El
cadáver de Raquel Planas, la ex mujer del presidente de la Caja de Ahorros
(Levante) aparece en la parte baja de unas escaleras con la base del cráneo
fracturado. Días antes de la tragedia, el guionista de culebrones, Ernesto
Urrutia, novio en la juventud de la finada, que acaba de regresar a España tras
su intento frustrado de «hacer las Américas», recibe un certificado suyo
conteniendo un viejo billete de quinientas pesetas partido por mitad de la cara
de Zuloaga, junto a una nota donde le pide que lo guarde en un lugar seguro
hasta recibir noticias suyas, y que no intente localizarla. No conviene conocer
más detalles para disfrutar plenamente de esta novela; la noticia de la muerte
hace que el destino se burle del guionista, convirtiéndole en protagonista,
investigador e investigado de su propio culebrón, donde tendrá que vérselas con
matones, políticos corruptos, sicarios, y un abanico muy caracterizado donde no
falta la puta, el periodista, el drogadicto o el atraca.
«—Créanme, les aseguro que
ignoraba ante qué encrucijada me hallaba... Te resobas los labios y le tiras
otra calada al Camel para acentuar este ripio de culebrón que te has marcado,
encima, dicho con ese tono opaco del suspense y con las pupilas perdidas en el
fondo de la nada. Menuda pedantería, amigo, pero, ya ves, al par de picoletos
estos, como a las mucamas de media América con tus seriales, parece haberles
punzado en el cuezo de la molondra, porque se han removido en sus butacas como
demandándote más retórica de empalago. Aunque, bien mirado, no es mal comienzo
para lo que sigue, pues no se desvía un ápice de lo sucedido aquella misma
mañana, cuando al salir de la comisaría regresaste para esperar, bajo el
abatimiento de lo irremediable, a que viniese un equipo de la científica a
tomar las huellas de los manguis que te habían desmantelado el apartamento.»
La
obra está narrada en segunda persona, siendo éste uno de sus sellos de
identidad y un gran acierto que permite al lector situarse en la mente del
protagonista, percibiendo sus dudas, miedos e intimidades. Pónganse en
situación, allí declarando ante los verdes, midiendo lo que dices, buscando cómo
contarlo, ajustadito, que no quepan dudas de tu inocencia, tragándote como
puedes esos silencios incómodos, esas miradas que se echan los del tricornio. No,
la policía no es tonta. ¿Y después qué? ¿Qué pasará con el menda cuando los
guardias acaben su jornada, cuando cese la custodia? El narrador combina con
precisión estas inquietudes con fragmentos de la declaración que nos van
permitiendo avanzar en lo sucedido, trasladándonos continuamente del hotel al
lugar de los hechos y viceversa, debiendo tener el lector, sobre todo en los
primeros capítulos, cierta habilidad en separar la testifical de lo que fluye
en la cabeza del declarante. Es reseñable la precisa intervención de los
agentes de la Benemérita, ampliando pequeños detalles desconocidos por Ernesto,
más acentuados a medida que avanza la trama, y que a su vez apostillan esa
máxima que dicen los estudiosos que ha de tener toda buena novela negra: el
protagonista nunca ha de saber más que el lector.
Cuenta
el autor en el epílogo, firmado en julio de 2015, que escribió esta novela por
un encargo en el 2009, de quien iba a dirigir una «serie negra», y que tras
tenerla preparada en noviembre del 2010, del encargo ya solo quedaban las
intenciones, por lo que le tocó buscar editor, tiempo en el que abrochó dos
capítulos más. Le ha salido un novelón.
Biografía aparte, Gastón Segura desgrana
el verbo propio de quien tras haber estado en buenos colegios conoce al dedillo
el otro lado de la calle.
Las cuentas pendientes hay que saldarlas; y viendo como se lo
montan quienes del ladrillo viven, no sería descabellado, (pues de novela negra
hablamos), reservarles como muerte, el morir emparedados.
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